Se me enerva todo el cuerpo y observo los carros debajo del puente. Avanzan tan rápido, son tan ágiles, como la vida que se escapa. Me siento enferma, sobrevienen las náuseas. Aparto la mirada un momento y trato de que el aire frío de la noche cale en los pulmones y me refresque. El aire ingresa con dificultad y puedo escuchar los estertores en mi pecho después de cada bombeada de sangre del corazón. He perdido el equilibrio, me levanto de nuevo. Busco en mi frágil estado, algo de donde sujetarme, algo de lo que pueda agarrarme para continuar mi camino.
La madera espinosa del puente
responde al tacto de mi mano. Me levanto. Empiezo a caminar. Con la vista
nublada, intento distinguir los rostros de las personas que se apartan de mí con
precaución. Me distraigo un momento y tropiezo con las escaleras. Hacia arriba
es el camino. Entonces, con manos y pies, subo grada por grada, ruedo sobre el
piso, magullo mis rodillas con las piedras, las zarzas se me enredan en los
dedos, me hacen daño, me causan escozor.
Por fin llego a la casa. La casa
vieja, la vieja casa. Saco la llave grande, la más grande de todas las llaves,
y tanteo la cerradura con dificultad. La llave cede, la cerradura responde.
Empujo la puerta con todo mi cuerpo y caigo sobre el piso. Un gesto de dolor
silencioso sucumbe en la oscuridad. Las lágrimas calientes empiezan a salpicar
desde mis ojos y con el dorso de la mano las seco sin reparos.
Me he vuelto a levantar, enciendo
la luz de la cocina. Las ollas en su lugar, los platos sin lavar encima de la
mesa. El foco comienza a parpadear, pareciera que reparte sombras en vez de cumplir
con la labor de alumbrar. Me derrumbo en una silla, cojo la botella y un vaso
cualquiera. El líquido azaroso quema mi garganta como el fuego. Trato de
escuchar las voces de mi cabeza… Nada. Estoy tranquila de nuevo.
Recuerdo entonces toda la tarde.
La tarde en el parque, las miradas silenciosas, sin escrúpulos, de sus
visitantes. Sentados en la misma banqueta, tú y yo, testigos de la lluvia, somos
desconocidos que juegan a ser conocidos. Tu mirada recorría el suelo. Atrás
quedaron las memorias alegres, miramos al futuro y todo es confuso, como las
ventanas empañadas de los carros. Pero estás tan cerca y te quiero tocar. Coger
tus manos, acariciar tus muñecas. Recorrer tus dedos, apreciar el borde de tus
uñas. Pero no lo hago. Mi imaginación vuela, pero mis brazos no responden al
llamado.
Entonces me detengo sobre tu rostro,
consternado, afligido por no sentir. Veo tus ojos, increíbles, jóvenes,
oscuros. Otra vez vuelvo a imaginar. Mis manos restregando esos ojos perpetuos,
tan inmóviles como figuras en el mármol. Mis dedos jugando con tus pestañas,
densas, largas, que parecen arañas. Imagino que acaricio tu frente amplia y
cuento las arrugas de la edad. Puedo sentir el olor de tu cabello, el calor de
la sangre. Siento tu respiración acompasada, repaso tu nariz y hasta puedo observar
la delicadeza de cada una de las grietas de tus labios.
Parpadeo. Las imágenes fueron
vívidas, y tú sigues a pocos metros de mí. El espacio que nos separa es tan
corto, pero implica leguas de distancia. Se demolió la ciudad de los
inmortales, como inmortal creímos que sería este castillo hecho de naipes. No
te sientas culpable. El pasado está enterrado. Venga, empecemos de nuevo. ¿Cómo
estás? Hace tanto tiempo que no nos vemos. Ahora me miras, pero tu mirada ha
cambiado, es tan indiferente, que duele. Se parece tanto a las estatuas de este
parque novelesco. La lluvia continúa, interminable. Cojo mi máscara también y
me la pongo. Te tiendo una mano y te invito a disfrutar de esta gran aventura
súper sport.
Regreso a la cocina, la luz de
sombras, los platos vacíos, la mesa descuidada. Recuerdo que bailaste conmigo con la máscara puesta, nuestras risas metálicas resonando en la
tarde. Fuimos felices un momento, pero se acabó apenas terminó la lluvia. La
gente corriendo, los niños llorando, las construcciones tristes, chorreando.
Miraste alrededor, como quien elabora un minucioso inventario de sus trofeos de
guerra. Formulaste una disculpa amable, tan
tuya. Cogiste mi mano, la apretaste levemente. Dijiste algo sobre el adiós
y las necedades de la vida. Desapareciste en la oscuridad como un fantasma. Me
quedé sola en el parque, caminé sin pensar hasta el puente, donde la lucidez
revivió con síntomas físicos y espirales de locura. Vuelvo a recordar tus
dedos, tus ojos, tu nariz, tu cabello… sueños, tan sólo sueños.